jueves, 13 de noviembre de 2008

excelente teoria sobre el paraiso y la caida del hombre.

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42 I.e., narración de lo que puede haber sido el hecho histórico. Esto no debe confundirse con "mito" en el sentido dado por el Dr. Niebuhr (i.e., una representación simbólica de una verdad no histórica).
Durante largos siglos, Dios perfeccionó la forma animal que llegaría a ser vehículo de la humanidad e imagen de Él mismo. Le dotó de manos cuyos pulgares pudieran alcanzar cada uno de los dedos, y de mandíbulas, dientes y garganta capaces de articular, y de un cerebro suficientemente complejo como para ejecutar todos los mecanismos materiales mediante los cuales se encarna el pensamiento racional. La creatura puede haber existido durante mucho tiempo en este estado, antes de llegar a ser hombre; puede incluso haber sido lo suficientemente inteligente como para fabricar cosas que un arqueólogo moderno aceptaría como prueba de su humanidad. Pero era solamente un animal, porque todos sus procesos físicos y psíquicos estaban dirigidos a fines puramente materiales y naturales. Entonces, en la plenitud de los tiempos, Dios hizo que sobre este organismo descendiera, tanto en su psicología como en su fisiología, una nueva forma de conciencia que pudiera decir "yo" y "mi", que pudiera verse a sí mismo como un objeto, que conociera a Dios, que pudiera emitir juicios acerca de la verdad, la belleza y la bondad, y que estuviera tanto más allá del tiempo como para que pudiera percibirlo fluyendo hacia atrás. Esta nueva conciencia gobernó e iluminó a todo ese organismo, inundando cada parte de él con su luz, y no se vio —como la nuestra— limitada a seleccionar los movimientos que se llevan a efecto en una parte del organismo, principalmente el cerebro. El hombre fue entonces todo conciencia. Los yoguis modernos afirman —ya sea de manera falsa o verdadera— tener bajo control aquellas funciones, tales como la digestión y la circulación, que para la mayoría de nosotros son casi parte del mundo exterior. El primer hombre poseía este poder en forma notable. Sus procesos orgánicos obedecían la ley de su propia voluntad, no la ley de la naturaleza. Sus órganos enviaban los apetitos hacia el centro de la voluntad encargado de emitir los juicios, no porque tuvieran que hacerlo, sino porque así lo elegían. El sueño para él era, no el estupor en que nosotros caemos, sino reposo deseado y consciente; él se mantenía despierto para disfrutar del placer y del deber de dormir. Como los procesos de deterioro y reparación de sus tejidos eran similarmente conscientes y obedientes, puede no ser una fantasía el suponer que la duración de su vida dependiera, en mayor parte, de su propia voluntad. Gobernándose totalmente, gobernaba todas las especies inferiores con quienes entraba en contacto. Incluso hoy en día nos encontramos con individuos 32
extraordinarios, que poseen un poder misterioso para domesticar animales. El hombre del Paraíso gozaba de este poder en forma eminente. La antigua imagen de las bestias retozando ante Adán, y adulándolo, puede no ser absolutamente simbólica. Aun hoy en día, hay más animales de los que pueda imaginarse, que están prontos a adorar al hombre si se les ofrece una oportunidad razonable; porque el hombre fue hecho para ser el sacerdote e incluso, en cierto sentido, el Cristo de los animales, el mediador a través de quien ellos aprehenden tanto del esplendor divino como su naturaleza irracional les permita. Y, para ese hombre, Dios no era un plano inclinado resbaladizo. La nueva conciencia había sido hecha para que descansara en su Creador, y en Él descansaba. No importa cuán rica y variada fuera la experiencia del hombre en cuanto a sus semejantes (o semejante), en cuanto a caridad, amistad y amor sexual, o en cuanto a las bestias o al mundo que lo rodeaba, reconocido por vez primera como hermoso e impresionante; Dios era lo primero en su amor y en su pensamiento, y sin esfuerzo doloroso. En un movimiento cíclico perfecto, el ser, el poder y el gozo, descendían de Dios al hombre, a manera de obsequio, y retornaban del hombre a Dios, en forma de amor obediente y adoración extática. En este sentido, aunque no en todos, el hombre era entonces verdaderamente el hijo de Dios, el prototipo de Cristo, ejerciendo perfectamente con gozo y serenidad de todas las facultades y sentidos, aquel abandono de sí que Nuestro Señor ejerció en las agonías de la crucifixión...

C.S. LEWIS